LECTURAS
- Hechos de los Apóstoles 9, 26-31
- Sal. 21, 26b-27. 28 y 30. 31-32 R. El Señor es mi alabanza en la gran asamblea.
- I Juan 3, 18-24
- Juan 15, 1-8
La evangelización y el cuidado de las personas son una misma cosa. El anuncio de nuestra fe sólo puede hacerse con relaciones curativas, con el acompañamiento y la escucha de las necesidades de los más vulnerables. Hoy, el ministerio de los que se ocupan de servir a las comunidades, ministerios ordenados y laicales, deberán poner en el centro de nuestra acción pastoral a las personas y sus más acuciantes situaciones, de manera que sea en toda ocasión un servicio al crecimiento y el desarrollo integral de las personas y las comunidades. Porque no de otra forma será una acción de fe y para la fe, pues lo que creemos de Jesucristo es que el Padre quiere para nosotros la vida plena, y ésta tiene que empezar por lo primero y más urgente, para poder llegar a lo más elevado y espiritual. No podemos separar la caridad de la fe, como no se puede separar el alma del cuerpo en nuestro plano de vida mortal. Como parte de esta acción pastoral integral, las comunidades cristianas debemos intentar especialmente acoger a los que se han visto excluidos o ignorados por una visión purista y exclusivista de la pertenencia a la Iglesia.
Cuando, allá por el s. III antes de Cristo, surgió en Israel la fe en la resurrección, frente a siglos de judaísmo en los que apenas se creían en una vaga supervivencia de los difuntos como sombras en el Sheol, el motor de esta nueva fe era la convicción de que Dios no podía abandonar a los fieles perseverantes hasta el final, víctimas de las persecuciones y la violencia intransigente de los gobernantes seleucidas. No se trataba sólo de la pregunta por el destino de mi vida tras la muerte, sino sobre el sentido de la vida que, amenazado por la injusticia y el mal, parecían abocarnos a una visión derrotista de la existencia. No era tanto una cuestión individual sino una comprensión comunitaria, fraterna y universal de las razones a favor del bien, la justicia y la solidaridad. Y cuando, a partir de la mañana de aquél primer día de la semana del año 30, los discípulos creyeron que Cristo había resucitado y lo contaron con los relatos de la tumba vacía y las apariciones del resucitado, tampoco se trataba exclusivamente del tránsito de la muerte a la vida, sino del triunfo definitivo del amor, el servicio y la entrega. Con la resurrección de Cristo los primeros cristianos reconocían la verdad del Evangelio como verdad de la vida que vence a la muerte, como la fraternidad vence el egoísmo. Tal vez por eso, las apariciones son siempre una llamada a ser comunidad y reunirse en comunidad. Nuestra muerte cuenta, claro que sí, nos preocupa y suscita dudas, pero la resurrección del crucificado tiene que ver con algo más amplio que el destino de cada persona, con los lazos fraternos que nos unen y en los que ese destino personal halla su verdadero sentido antes y después de la muerte.
Tomás, escéptico él, pidió ver y tocar, y vió y tocó con sus manos las llagas gloriosas del crucificado. Pero el evangelista Juan, que a lo largo de todo el cuarto evangelio va desarrollando una compleja y profunda teoría del conocimiento creyente, nos invita a creer sin ver. Y, no obstante, una cosa es que no tengamos, ni debamos necesitarlas, pruebas concluyentes de lo que creemos por fe, y otra cosa muy diferente es que carezcamos de razones para creer, pues sí que las hay. La principal de todas ellas, la vida misma de Jesucristo, la luz existencial que desprende su testimonio de entrega amorosa, su compromiso sin pararse a calcular costes ni consecuencias para su propia supervivencia y comodidad. Y, a la luz de esa estela pacual de Cristo resucitado, también encontramos razones para creer en la consistencia de vida que supone apoyarnos en Dios y practicar la ética que nos propone en el Evangelio, la ética del amor fraterno. Una cosa es que creamos sin ver y otra muy distinta que no dejemos de ver por todas partes motivos y sugerencias que nos invintan a decantarnos por la fe.
Toda la fuerza y la esperanza de Jesús venían de Dios, residían en el Padre. Sólo abandonándose en Él podrá mantenerse firme hasta el final. Y, con Jesús, también nosotros, sobre todo los que más débiles o apesadumbrados se encuentran, podremos creer hasta el último instante de nuestras vidas que todo ha merecido la pena y que nada se pierde definitivamente. Y hasta que llegue esa hora, en cada decisión y actuación, la confianza en Dios, imitadora de la Cristo en el Padre, deberá guiarnos para que seamos generosos con el que sufre, solidarios con el abatido.
Con la majestuosidad de la pasión según san Juan, la Iglesia celebra el Viernes Santo, sobrecogida por la total entrega del Hijo y la serena esperanza en el Padre que acoge, cuando "todo está cumplido", su fidelidad hasta la última hora. Hay quietud y reverencia, solemnidad y conformidad, pero sin negar un ápice el dolor y la realidad de la muerte sufriente que Cristo padece, aunque Él lo haga bajo la apariencia, ya teñida de adoración y culto, de profunda identificación con el proyecto divino de salvación, el que le llevará a la hora suprema de la glorificación junto al Padre y con el Espiritu Santo. Pero hoy, como María y el discípulo amado, con la delicadeza de Nicodemo y José de Arimatea, también nosotros acogemos esta entrega y la acurrucamos en lo más profundo de nuestras almas elevadas por Él hasta la comunión con Dios: "que donde yo estoy, también estén ellos".
Señor Jesús, contigo queremos entregar en las manos del Padre todo lo que somos y aspiramos , y con tu vida ofrecida en el altar de la cruz, quisiéramos depositar nuestra más fime determinación de perseverar contigo en el testimono del amor de Dios, para contigo poder gozar de la comunión con el Padre y el Espíritu Santo.
Señor Jesús, ayúdanos con tu ejemplo y tu sabiduría para comprender cómo y dónde, con qué actitudes y en qué compromisos podremos cumplir lo que estamos llamados a ser.
La Última Cena de Juan, ajena a una cena pascual, se carga, sin embargo, del simbolismo caritativo del servicio expresado en el lavatorio de pies. El Jesús glorioso del cuarto evangelio, que ni en la muerte siquiera pierde la compostura, que el evangelista preserva de todo asomo de fragilidad humana o de deuda con la tradición judía, se pone, sin embargo a los pies de los discípulos para expresar de manera gráfica y contundente, que su grandeza estriba en la humildad y su divinidad se realiza en la compasión y la solidaridad. Contemplamos esta imagen emocionante de total disponibilidad y nos hacemos legatarios de su mandato: "Vosotros haced lo mismo"
Maestro bueno, siervo generoso en la entrega, palabra divina que se hace carne y carne que se entrega como pan de vida, queremos estar a la altura de tu mandato y enseñanza, y puesto que Tú eres el primero que se pone en el lugar del que sirve y ayuda, no desantenderemos tu encomienda y empezaremos por amar y cuidar de los que más nos necesitan.
Como en una montaña rusa, los humanos queremos subir y a veces descendemos, queremos sobresalir y desconocemos el valor y la brillantez de quien vale lo que vale y no necesita más premios ni reconocimientos que su propia conciencia y libertad. La entrada triunfal, el aparente éxito de masas del Domingo de Ramos, inicia un descenso a las profundidades del dolor y la humillación, pero también de los cimientos de la mayor dignidad humana, la que se crece cuando se ofrece. Este abismarse de Dios, por su Hijo Jesucristo, en las entrañas de nuestra humanidad, es la mejor oportunidad que tenemos de elevar nuestra condición humana a su más alta cota: la del que sirve, la del amor compasivo y solidario. De Ramos a la Pasión, de los vítores y a los vituperios, comenzamos la Semana Santa con una invitación a revisar cuáles son nuestras verdaderas expectativas de asecencos y hasta qué punto quisiéramos rebajar humos y petulancias para ser con Jesús, humildes por auténticos, grandes por serviciales.
Señor, nada contestas, qué poco hablas en la pasión según san Marcos, apenas un "tú lo dices" y el grito desgarrador del que no puede más y echa de menos a Dios: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?".
¿Y para qué más palabras si todo lo dices con tu vida entregada?, todo lo explicas con tus fuerzas exhaustas. Eres el misterio de la vida que asciende cuando se rebaja, del servicio que nos engrandece cuando, con humildad, nos pone a los pies de los que nos necesitan.
Déjanos decir a nosotros una palabra a la altura de tu ejemplo, déjanos orar con más comodidad, pues no nos hallamos como Tú en la cruz, pero no con menos sinceridad: "Salud de mi rostro, Dios mío, volveré a ver tu rostro".
El evangelio de Juan no tiene la escena dolorosa de la oración del huerto de Getsemaní (Mc 14; 32-42; Mt 26; 36-46; Lc 22; 39-46). Sí que va Jesús con sus discípulos al huerto de los Olivos, pero no se cuenta que sienta conmoción hasta sudar sangre, no hace falta que un ángel lo consuele, tampoco pasa por la decepción de ver a los discípulos dormidos mientras Él pena, porque sucede inmediatamente el prendimiento. La perspectiva sumamente elevada sobre Jesucristo que adopta el cuarto evangelio no consiente esos niveles de realismo y humilde postración. El Jesús de Juan siempre aparece por encima de cualquier atisbo de debilidad.
Pero en este pasaje (Jn 12: "seis días antes de la Pascua"; Jn 13 es ya la última cena), Juan une las dudas y temores que los sinópticos describen de manera doliente en la oración de Getsemaní ("Ahora mi alma está agitada, pero que voy a decir: Padre líbrame de esta hora?") con la transfiguración representada por la voz que viene del cielo: "Lo he glorificado y volveré a glorificarlo" . Y de este modo, al unir el punto más humano y frágil con la representación de la elección y condición divinas de Jesús, el evangelio de Juan nos invita a integrar en ese movimiento ascendente nuestras propias dudas y calvarios asumidos por Cristo para transformarlos en el cumplimiento definitivo que sólo Dios nos puede dar: "Cuando yo sea elevado atraeré a todos hacia mí".
Por la fidelidad y generosidad que alimentan y motivan la entrega de Jesús, nos convierte en el nuevo Pueblo de Dios, el que ya no depende del "príncipe de este mundo", el que ya no adora como si fuera dios el dinero, el ego o la comodidad individualista. Caen los ídolos y resplandece el Dios que en Cristo nos asocia a su vida plena, a la dicha de su amor sin límites.
"La casa de mi amigo era pequeña, con flores en la puestra", así decía una inspirada canción de Ricardo Cantalapiedra. Pero esta búsqueda de lo sencillo y austero en la fe no debe centrarse únicamente en los edificios y las liturgias, debe ir, sobre todo, al corazón, verdadero templo donde Dios se encuentra como en casa y donde no podemos engañarle con trueques ni trucos. Una limpieza de la respuesta a la alianza con Dios que debiera inspirar nuestra moral y nuestra espiritualidad. Una autenticidad en el trato con Dios y el Evangelio que aspira a ser un ideal de honradez en nuestros asuntos cotidianos, públicos y privados; verdad para con nosotros mismos y los demás; generosidad en la entrega con lo que hacemos cada día. Dicen los que saben, que la purificación del Templo fue un detonante para el desenlace dramático del prendimiento, juicio y ejecución de Jesús. Cuando nosotros limpiemos nuestra fe y la hagamos más sincera, no llegará la sangre al río, pero nos costará, y mucho, ese esfuerzo de separar la apariencia de lo que somos, delindar la fe del miedo y distinguir al Dios único y verdadero de nuestra inmadurez. Para intentarlo y conseguirlo estamos en Cuaresma y contamos con el ejemplo y la recomendación del que, también en su propio desierto, clarificó qué mesianismo iba a encarnar, que modelo de humanidad nos propondría y sobre que relaciones con Dios lo sostendría. Estamos en Cuaresma como Jesús y con Él.
La promesa de que Dios cumpliría su parte del pacto, de que Abrahám vería su fe multiplicada por la fe de los que por él creerían en la alianza de Dios, no puede mantener su vigencia en el tiempo sin algún indicio de que así será, sin adelantos de su cumplimiento y señales de su efectividad. Así lo fue para Abrahán su hijo Isaac y para el pueblo de Israel la tierra prometida al fínal del éxodo, o la vuelta del destierro en Babilionia. La Transfiguración hace de clave de interpretación de las muchas señales que Jesús ha ido ofreciendo de que en Él se cumple la promesa: las curaciones, la llamada de los discípulos, la transformación de vida que suscita en los que acogen su palabra, el coraje de enfrentarse a los falseamientos de la fe por parte de quienes la viven interesadamente, en fin, la propia fidelidad de Jesús a la vocación que sintiera y madurara en el desierto. Pero, la Transfiguración no interpereta sólo la misión transcurrida hasta ese momento, el pasado compartido por Jesús con sus discípulos, también les debe servir de pista para hallar significado a los tramos más oscuros y desconcertantes que está por venir: el prendimiento, el juicio, la muerte en cruz, el sepulcro. Y así, también para nosotros, la vida entera de Jesús, culminada en su resurrección debe ayudarnos a econtrar esperanza y sentido a todas nuestras resprectivas trayectorias personales, hasta que culminemos tambíen, con Él y por Él, en nuestra propia resurrección.
Al igual que Israel en el Sinaí, del mismo modo que ocurriera entre Abrahám y Yahvé, Jesús establece un pacto con el Dios al que llama Padre. Un pacto que sella con su fidelidad a prueba de tentaciones. O mejor dicho, por su fidelidad probada en las tentaciones. Porque la respuesta de Jesús a las tentaciones de la vanidad, la autosuficiencia y el invididualismo egoísta es su total entrega a los planes de Dios, a la Alianza de Dios con Él y, por Él, con toda la humanidad. Fidelidad, sí, pero sólo después del discernimiento sazonado en el silencio y el trabajo interior, con la templanza que da haberse trabajado uno mismo. Ahora, después de esta preparación en el desierto, Jesús puede comenzar su misión itinerante, curativa y liberadora. Con la Cuaresma, también nosotros nos preparamos para que las tentaciones no nos sorprendan desprevenidos y para que el compromiso del seguimiento como discípulos de Jesús cuente con las debidas actitudes de generosidad, abnegación y plena confianza en Dios.
El pacto que Dios hace con su pueblo y que renueva y lleva a cumplimiento en su Hijo Jesucristo, exige de nosotros una preparación, que en palabras del papa implica detenernos en la oración y ante el hermano, esto es: contemplación y acción. La preparación espiritual, por lo tanto, integral, de la Cuaresma, nos ayudará a seguir transfigurando en nuestras vidas esa humanidad que afloró en Jesús y en la que Dios cumple todas sus promesas, y nosotros cubrimos todas nuestras expectativas, al menos las que tienen visos de eternidad. Esta preparación también supone vaciarnos, limpiar nuestro templo interior de falsos dioses y responder a Dios del único modo que Él se merece: con toda nuestra libertad y autenticidad moral. El camino cuaresmal nos brindará la luz de la Palabra, que es la luz que mana de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, fuente de la alegría duradera. Un camino, el de la Cuaresma, que recorremos unidos como un pueblo que tiene en el servicio su misión compartida, como una Iglesia sinodal.
Como ayudas para este ejercicio saludable y necesario de la Cuaresma, la parroquia os brinda estas convocatorias comunitarias:
La Campaña Contra el Hambre de Manos Unidas es un proyecto permanente de conexión entre los pueblos y las personas para lograr un mundo más justo, haciendo frente a las consecuencias de la pobreza, la guerra y el deterioro medio ambiental. Desde la fe y para la Iglesia, motivar la participación en esta extraordinaria opotunidada para la solidaridad a nivel mundial no debiera ser difícil: seguimos al que no sólo quiere ayudar, sino que hace del servicio y la caridad la mejor y más importante expresión de la fe en el Dios que Él predica como Padre amoroso. "Si quieres, puedes limpiarme", le dice el leproso a Jesús, y nos dicen a nosotros los pobres de la Tierra y la Tierra pobre. Ahora falta que, también como Jesús, nosotros digamos: "Si quiero".
Con Jesús de Nazaret, el Señor, siguiendo su camino de encuentro con Dios en el servicio al hermano, nos sentimos concernidos por el sufrimiento y las consecuencias del egoísmo y la injusticia. Por eso, como Jesús, el maestro de la nueva humanidad, queremos actuar, queremos hacer algo y no quedarnos impávidos ante las heridas que produce la ruptura de la fraternidad, el extravío de nuestra verdadera condición humana. La caridad y el compromiso que genera en favor de la solidaridad, la justicia y la igualdad nacen de esta inquietud por responder, ayudar, compartir y socorrer. Es cierto que muchas veces no es mucho lo que podemos hacer, que los problemas son tan complejos y tienen tantas ramificaciones que se escapan a nuestra limitada capacidad de respuesta. Pero, lo verdaderamente grave no será que no podamos más, sino que no queramos complicarnos la vida y rehuyamos el deseo de reaccionar y asumir una parte de responsabilidad que siembra en nuestros corazones el Evangelio del Reino de Dios. La campaña de Manos Unidas, con sus proyectos, su voluntariado y la formación e información que nos proporcionan sobre las inmensas desigualdades de nuestro mundo, es una oportunidad preciosa para hacer lo que podamos, si es que, al meno, queremos hacer algo.
Jesús hizo su misión en camino, de pueblo en pueblo, sin detenerse ni por tener éxito en la acogida, ni por miedo a lo que vendría más adelante. Cuando la Iglesia se propone, con el objetivo de la "sinodalidad" comprenderse a ella misma y vivir su misión también como un camino que recorremos juntos, en comunidad, la figura del Señor diciendo "vamos a otra parte" nos anima a perder el miedo a los cambios y las novedades, a superar la tentación del estancamiento y el inmovilismo.
En lugar de quedarse en lo ya conquistado para reinar donde tiene el éxito asegurado, Jesús, sigue adelante, busca nuevas tareas y se entrega a nuevos destinatarios del Evangelio. Cuando la Iglesia, por lo menos la de nuestros espacio geográfico y cultural español y europeo, tiene que pasar de la prevalencia social y la abundancia de audiencia a casi la irrelevancia y las carencias de vocaciones, se nos hace difícil y muy doloroso el descenso. Pero, si miramos a Jesús proseguir su marcha para afrontar con valentía y generosidad nuevos objetivos de su misión evangelizadora, deberíamos llenarnos de ánimo y esperanza, aunque tengamos que dejar atrás tiempos de templos llenos, celebraciones masivas y un papel social preponderante. Porque lo que no cambia es el cometido que nos da la razón de ser: el servicio curativo, la dedicación al Evangelio, la vocación de dirigirnos a las personas y sus demandas de sentido. Lo que no cambia es la motivación para hacerlo, que no es la mera autopreservación, sino la fidelidad al que nos llamó y nos envía. Lo que permanece es la fuerza para seguir intentándolo: el Espíritu de Jesús que lo hace presente y nos acompaña en nuestro empeño por seguir hablando del Reino que Él nos acercó con su entrega. Puede que, a diferencia de Jesús en Cafarnaún, hoy no se diga de la Iglesia: "todo el mundo te busca", pero igualmente que le ocurriera a Jesús, con mayor o menor éxito de convocatoria, nosotros hemos salido a los caminos de la historia hasta llegar a este presente de cambio de época, para predicar el Evangelio del amor y la misericordia y confirmar el efecto trasnformador de la palabra y testimonio de Jesucristo, "para esto hemos salido".
La autoridad de la enseñanza de Jesús no se queda en la dialéctica y la teoría teológica, es fuerza para acallar los espíritus inmundos, para curar y perdonar. Porque Jesús habla y actúa con la fuerza creadora del Dios de la vida, del Dios de la ternura y la misericordia eternas. A poco que llevemos el mensaje de Jesús en el corazón e inspiremos con él nuestras decisiones y acciones, podremos transformarnos y transformar nuestra realidad, nuestro mundo, sometido a los espíritus inmundos del egoísmo, la avaricia y la violencia. Con tal de que pongamos el ejemplo de Jesús en el máximo de nuestras aspiraciones, seguro que, si no podemos curar, al menos seremos menos dañinos y, cuanto menos, estaremos en condiciones de acompañar, aliviar y consolar. Si nos atrae y convence el Evangelio de Jesucristo, superaremos el rencor y, aún cuando no acabáramos de perdonar todo y a todos, estaremos abiertos a la reconciliación como fruto logrado de esta renovación de la humanidad que Jesús trae e inaugura con su propio ejemplo.
El 30 de septiembre de 2019, el papa Francisco instituyó el Domingo de la Palabra de Dios. Con esta iniciativa, el papa vinculaba la evangelización, el anuncio del mensaje que Cristo nos ha comunicado, con el conocimiento, meditación y testimonio de la Palabra de Dios. Es una gran contradicción que los católicos conozcamos tan poco y, a veces, tan mal, la Biblia, que no la leamos o que sólo la escuchemos en las misas. Para arraigar en el Dios vivo hay que escucharle, y aunque Él nos habla sobre todo en la persona mismo de su Hijo encarnado y también en la Creación y los acontecimientos de nuestras respectivas historias personales y colectivas, la Biblia es cómo el descodificador, la guía que nos permite interpretar las horas y los días como otras tantas palabras que Dios nos dirige y con las que nos invita sin cesar, nos llama a compartir su amor. Puede que una de las cosas que debamos desprendernos para seguir a Jesús sea la mala costumbre de no leer la Biblia, no meditarla y estudiarla.
Si el seguimiento de Jesús es estar con Él, encontrarle donde Él está: en el Evangelio, en su comunidad, en los pobres... entonces se entiende que haya que dejar, que renunciar a algo. Porque para ponerse en movimiento y caminar tras el maestro itinerante de Nazaret, es menester salir del acomodamiento, abandonar la postura pasiva del inmovilismo y el aislamiento. A los primeros discípulos les tocó dejar las redes, incluso las familias. A nosotros nos toca desprendernos de lo que nos ate a lo que el papa llama "auto referencialidad", vamos, el egoísmo, el individualismo, la existencia centrada sólo en nosotros mismos. Esta ascética del desprendimiento puede suponer también un sana higiene de liberación de esclavitudes y aspiración a una libertad de espíritu que nos permita vencer miedos y comodidas para atrevernos a darnos, amar, servir. Como dijera nuestro poeta Antonio Machado, para caminar "desnudos como los hijos de la mar", vestidos y bien pertrechados sólo de la Palabra de Dios. Cuando nos parezca que nos cuesta este ejercicio de liberación y desposeimiento acudamos a la Palabra de Dios, en ella encontraremos el impulso que nos falta para dejarnos llevar por esa llamada del Señor que nos descarga de no pocas añadiduras y dependencias esclavizantes.
Para poder decir, como dicen en el evangelio de Juan los primeros discípulos de Jesús, "hemos encontrado al Mesías", tenemos que experimentar cómo en Jesús se nos da Dios, cómo siguiendo a Cristo vivimos arraigados en Dios. Jesús es Hijo de Dios porque es discípulo del Espíritu y fiel cumplidor de la voluntad del Padre. Sólo podremos experimentar el Dios que Jesús lleva dentro y que motiva toda su vida si vamos con Él y por dónde Él va: por las sendas del Espíritu y de la plena fidelidad al plan divino de salvación. Así podremos vivir arraigados en Dios como Jesús vivó. Sólo así podremos decir: "hemos encontrado al Mesías"
El Bautismo de Jesús por Juan en el Jordán tiene un signficado biográfico en la misión del profeta de Nazaret que no debe quedar oculto tras la referencia al bautismo cristiano, al bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Antes de llegar ahí, a nuestro propio bautismo y la incorporación a la Iglesia, esta pasaje, con sus dificultades para los primeros discípulos de Jesús, por lo que suponía de equiparación entre Jesús y el Bautista, significa el comienzo de la misión de Jesús, que no comienza con su acción misionera y predicadora, sino con su propia experiencia de conversión, de humilde incorporación al movimiento de renovación que predicaba Juan Bautista. Humildes, sí, los comienzos de la misión del anuncio del Reino de Dios, con una necesaria etapa de interiorización y trabajo personal por parte de Jesús, que de aquí, de la ribera del Jordán, pasará al desierto para escuchar en el silencio de la meditación, la voz del Padre que lo elige; para sentir la fuerza del Espíritu Santo que le permitirá sobreponerse a las tentaciones que pudieran amenazar su fidelidad y entrega al Reino de Dios. Leído así el Baustismo del Señor nos está llamando a realizar nuestro propio trabajo espiritual de escucha, profundización y disponibilidad, sin el cual, lo sacramental se queda a medio camino de su verdadera fecundidad; celebrar la progresiva transformación que llevará a cabo en nosotros vivir el significado del Bautismo, morir a una humanidad dominada por lo que no es Dios, para resucitar con Crito a la nueva humanidad que se sabe en manos de Dios y al servicio de su voluntad.
Un mundo cada vez más pequeño, porque las nuevas tecnologías acortan las distancias y la información llega a ser instantánea y, sin embargo, un mundo con profundas brechas de inequidad, muros infranqueables de separación y pozos sin fin de injusticia, miseria y sufrimientos evitables. Así es esta Tierra que podemos ver desde la Estación Espacial, con telescopios, satelites y cámaras de última generación. Y, atravesando brechas, muros y precipicios, la gracia derramada en Jesucristo sigue llegando al corazón del ser humano para transformarlo y permitirle descubrir en otro a un hermano, en el hermano al Dios Padre que nos hermana. Esta es la verdad de la manifestación e Epifanía de Jesucristo, la verdad que sus discípulos de todos los tiempos hemos de vivir para poder comunicarla.
"La distribución de la gracia en favor de los gentiles", así lo llama la carta a los Efesios. El ministerio de Pablo se centró en llevar el Evangelio más allá de los confines religiosos y étnicos del judaismo para alcanzar la universalidad que es su verdadero horizonte. En la fiesta de la Epifanía del Señor, nos comprometemos, como lo hiciera san Pablo, para compartir nuestra fe con todos, para superar prejuicios y creer en la fraternidad, construir un mundo, una sociedad sin barreras ni exclusiones.
Que más quisiéramos los que hoy tenemos la responsabilidad de la "distribución de la gracia a los gentiles" que ser tan buenos comunicadores como san Pablo; tan creíbles por coherentes, tan atractivos por sinceros y apasionados por el Evangelio que supera divisiones y clasismos. El reciente sínodo nos dice que esta tarea es cosa de todos los cristianos y debe ser un esfuerzo compartido, una misión en equipo. Con los magos de Oriente, nos disponemos a volver a nuestros respectivos ambientes de vida dando un rodeo por las sendas de la multiculturalidad, pasando por el presente de nuestra sociedad, plural, enriquecida por la diversidad.