LECTURAS
- Isaías (66,10-14c)
- Sal 65
- Gálatas (6,14-18)
- Lucas (10,1-12.17-20)
Libertad, la que nace de dentro, la que solo Dios puede dar porque nos hizo libres. Libertad del qué dirán, libertad del que sabe que vale más que lo que tiene y lo que tiene nada vale si le encadena y le impide soñar y caminar ligero de equipaje. Libertad del que no depende del miedo al infierno, ni trabaja para obtener recompensas, sino por la libre y gratuita satisfacción de la coherencia, la honradez y la fidelidad.
Libertad de una Iglesia que, por más que necesite medios, reconocimiento y colaboración, solo tiene a Dios por dueño, a Jesús por bandera y a los pobres por señores de su misión y su destino. Y alegre libertad de los servidores de este santo pueblo de Dios, los sacerdotes y consagrados, los obispos y los papas (ya que ahora hay también uno emérito) porque no nos ata otra obligación que la de servir, por encima de las normas y los miedos que nos atenazan. No diréis que no es ilusionante.
La festividad del Corpus Christi, que es también la fiesta de Cáritas, une la presencia de Cristo en la Eucaristía, con la acción en su nombre para que no falte lo necesario y se distribuyan los bienes. Eucaristía y caridad. Sacramento y compromiso. Memorial y actualidad. Adoración y servicio. Y siempre, una comunidad sin la cual no hay Eucaristía ni caridad. No podemos separar el santísimo sacramento de la comunidad que lo celebra, que se alimenta de él y que lo lleva a la vida con su esfuerzo cotidiano por vivir los valores que significa la Eucaristí: amor fraterno, entrega solidaria, comunión universal. En este tiempo de sinodalidad, de Iglesia que recupera con fuerza su ser pueblo y su camino compartido con toda la humanidad, la celebración del Corpus Christi nos debiera infundir a los que comulgamos de este pan una esperanza firme en la transformación que la eucaristía posibilita y el mundo reconciliado que anticipa. "Les diste a comer pan del cielo".
No, no podemos cargar de una con todo lo que Jesús nos quiere comunicar. Pero nos basta con esa intención suya de compartir la profunda comunión que él tiene con el Padre. De eso es de lo que el Espíritu Santo nos ilustrará, de la afectividad, confianza y corresponsabilidad que Jesús tiene con el Padre. Todo lo que Jesús ha predicado, aquello por lo que ha vivido y ha enfrentado la muerte en la cruz, viene de esa relación filial que tiene con Dios y ese es su legado, su enseñanza y su encargo: que también nosotros vivamos su amistad con Dios, fuente de la inconmovible fe de Jesús en la fraternidad, en la caridad y en la importancia de la comunidad, que es la que hace real ambas, fraternidad y caridad.
La solemnidad de la Santísima Trinidad es una propuesta para ahondar en las entrañas místicas del cristianismo. Dios no es una idea, ni un dogma, ni un conjunto de normas. No, Dios es algo más que la ley y los profetas, es convivencia, compañía, encuentro, conversación, corresponsabilidad y comunión. Más allá de una religión reducida al complimiento de determinados preceptos, la fe que Jesús nos propone es una oportunidad de ensanchar, profundizar y elevar nuestras expectativas de vida, de amor y de sentido. Así sea en honor del Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Sí, en Rusia también hay gente que clama por la paz. El Espíritu que Cristo da a sus discípulos es la fuerza para que sean constructores de la paz. Para ello hay que trabajar la reconciliación y hacerlo del único modo que son transformadoras las respuesta a los grandes problemas: juntos, en equipo, con un estilo comunitario y una estrategia colaborativa. En Pentecostés celebramos también el Día de la Acción Católica y el Apostolado Seglar, porque una Iglesia con Espíritu es una Iglesia sinodal, participativa y donde se viven las diferentes vocaciones en común corresponsabilidad.
La paz que Jesús trae, la paz que su Espíritu fomenta y posibilita, no es solo la paz interior, sino también la que pone fin a las guerras y discordias, la que se opone al odio y la discriminación, la explotación y cualquier forma de atropello de la dignidad de la persona. Los dones del Espíritu Santo tienen la finalidad de generar en los seguidores de Cristo, la necesaria energía y esperanza para ponerse de parte de todas las iniciativas que hagan posible la paz en el mundo entero, la paz entre los pueblos y con la Creación malherida también.
El papel de los laicos en la Iglesia, que el día de Pentecostés agradecemos, reconocemos y propiciamos, devuelve a la comunidad su verdadero ser: el de un cuerpo con distintos miembros pero una misma cabeza: Cristo. Un cuerpo con diferentes carimas pero una misma misión: evangelizar. Un cuerpo articulado, organizado, pero también armónico y corresponsable, sin protagonismos excesivos que anulen a la mayoría y oscurezca nuestra naturaleza sinodal, comunitaria. Como nos cuesta llegar a superar el clericalismo y las perezas contraídas durante siglos, que nos hacen adoptar una postura pasiva en la Iglesia, rogamos incesantemente al Espíritu Santo para que ponga en medio de nosotros la presencia viva de Cristo y renueve su envío, proclame su llamada, actualice su encargo misionero: "Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo".
Cuando los discípulos experimentaron que Jesús era del cielo, que estaba en Dios porque era de Dios, oraban todos los días en el templo, dice el evangelio de Lucas, "bendiciendo a Dios". Pero, el camino de la ascensión había comenzado antes, cuando descendió a lo más hondo de sí mismo y se enfrentó a las tentaciones para elegir, de manera decidida, por Dios y su voluntad. A partir del desierto, Jesús va ascendiendo, del profetismo triunfal al mesianismo sufriente; de la vida retirada en el desierto, a la misión itinerante por los pueblos y aldeas de Galilea; del amor como sentimiento a la entrega generosa para curar, redimir y levantar del suelo tanta vida pisoteada... Y toda esa elevación de su vida y su fidelidad, se alimentaba en la oración perseverante que lo mantenía en la proximidad de Dios, para que ni la muerte ni el rechazo que sufrió pudiera alejarlo de la voluntad del Padre. Sí, la muerte y la resurrección de Jesús culminan esa ascensión espiritual, ética y fraternal por la que los cristianos confesamos la Ascensión de Jesús al cielo y vemos en ella la invitación para que también nosotros elevemos nuestras cotas de solidaridad fraterna y comunión mística con Dios.
El amor cristiano, el amor que Dios es y que Cristo nos encomienda, no es mero sentimiento, es un proyecto de vida que comporta opciones, actitudes y compromiso. Amar a Cristo es guardar su palabra, adoptar el estilo de vida que Él nos propone, apostar pos los valores del Evangelio: servicio, caridad fraterna, perdón, solidaridad. Y la paz que proporcona este amor con su estilo de vida, no es la ausencia de conflictos, ni la huida de los problemas, ni un aristocrático refugio a salvo de sufrimientos...; se trata de la paz del que esta en paz consigo mismo porque ha cumplido su deber, ha sido coherente con su ideal de vida. No estamos hablando de estar bien, sino de hacer el bien y, por eso mismo, vivir bien, no tanto por las comodidades y las seguridades, cuanto por la felicidad del que sirve y ayuda a los demás.
La lectura de los Hechos de los Apóstoles nos refiere la versión de Lucas del llamado "Concilio de Jerusalén". Se trata de la reunion entre Pablo y Bernabé (y Tito), enviados por la comunidad de Antioquía a Jerusalén, para tratar con Pedro y Santiago (y Juan) -las columnas de la Iglesia- el conflicto sobre las exigencias judías a los nuevos cristianos, procedentes del paganismo. Pablo nos da su propia versión en la Carta a los Gálatas (Gal 2, 1-10). Más allá de la exactitud sobre el acuerdo alcanzado y que, en definitiva suponía la separación del judaismo y el nacimiento como una fe autónoma, como Cristianismo, nos interesa el modo elegido para resolver los problemas: el diálogo, el encuentro, el debate y el acuerdo. Eso es "sinodalidad". Y ahora que se nos pide la participación, la opinión, sobre la salud comunitaria y de corresponsabilidad en la Iglesia, merece la atención releer ambas versiones del encuentro de Jerusalén y adoptar una actitud más activa y comprometida con nuestra Iglesia.
Os ponemos un enlace a la encuesta para participar en la consulta del Sínodo.
En el evangelio de Juan el verbo "conocer" hace referencia a algo más amplio y profundo que saber o tener noticia de algo o alguien. Conocer a Jesús es seguirle y amarle, compartir su misión de anunciar el Reino y sentirse enviado por Él a comunicar al mundo que es posible la fraternidad. Y que Jesús, como Buen Pastor, nos conozca, revierte en nuestra propia identidad, nos devuelve nuestra condición de hijos y hermanos. Esta relación entre Jesús y sus discípulos, entre el pastor y su rebaño, desborda la mera pertenencia institucional y cala en lo más profundo de nuestro ser creyentes, hasta llegar a la médula de la ve: vivir en comunión con Dios.
Claro que la Iglesia tiene una dimensión organizativa, institucional, pero, sobre todo, es una comunión de hermandad con Jesús y entre todos los que le seguimos como sus discípulos. La espiritualidad cristiana, la que se centra en el modo de ver a Dios que Jesús nos comunica (Dios Padre, Dios comunidad de relación e intimidad afectiva) y en la relación con Él que Jesús facilita (filiación, misión y compromiso) debe ser el fundamento de nuestra pertenencia a la Iglesia. Luego vendrán los ministerios, y el derecho canónico, y la estructura pastoral de la Iglesia, pero antes y por encima de todo, estará la fraternidad entre nosotros y la vivencia honda de nuestra familiaridad con Dios. Sin esta espiritualidad de convivencia y corresponsabilidad, la Iglesia pierde su alma y se vacía de sentido. Por eso, la llamada del papa a recuperar la experiencia "sinodal", es también una ocasión para ir al fondo y al centro de nuestro ser Iglesia, hijos de Dios y hermanos en camino.
La negación de Pedro, Gerhard van Honthorst (1622-1624)
La luz destaca en primer lugar el rostro de la mujer que está reconociendo a Pedro como uno de los que también iban con Jesús de Nazaret, así como la mirada inquisitiva del guardia que, a su lado, escruta a Pedro. Son las miradas de todos los personajes volcadas hacia la figura del apóstol renegado, las que apuntan su protagonismo oneroso, su intervención vergonzante. Con la mano derecha, Simón, hijo de Jonás, apodado por Jesús, Cefas, parece dar explicaciones, justificaciones de su pretendido desconocimiento sobre "ese hombre". En el relato de Jn 21, Pedro podrá desquitarse, de nuevo embargado por la tristeza de la culpabilidad, afirmando por tres veces que sí que ama a Jesús. Y el resucitado, que lo sabe todo, renueva su confianza y su llamada al pescador de Galilea para que pilote su barca. Un barca que formamos otros muchos que hemos renegado en más de una ocasión de nuestra fe cristiana. Pero, aún con esas, el que nos conoce de verdad, el que sabe que a pesar de nuestros renuncios lo queremos, sigue contando con nosotros para que anunciemos el Evangelio.Los capítulos 20 y 21 del evangelio de Juan, pertenecen al último redactor. Su intención, entre otras, es reforzar la viculación de las comunidades joánicas con el resto de las Iglesias, de ahí el papel preponderante de Pedro, que en el resto del evangelio apenas si destaca. Sigue brillando con luz propia el discípulo amado, Jesús confirma su singularidad. Pero, es a Pedro a quien el resucitado, a la orilla del lago de Galilea, confirma la responsabilidad de guía y sostén de su rebaño. La triple manifestación del amor de Pedro por su Señor, precedida por la pesca milagrosa y continuada por la predicción del testimonio final, martirial, que le espera a Pedro, trazan un relato de llamada y envío, de fe y misión. Necesitamos, como Pedro, que algún discípulo amado de Jesús, nos lo indique, lo señale en un punto de nuestro horizonte: "Es el Señor". Pero, como Pedro, somos nosotros los que tenemos que lanzarnos al agua, dar un paso al frente, renovar nuestra fe dubitativa y acoger, gozosos y confiados, la última encomienda del Maestro: "Sígueme".
Dentro de nuestra lectura eclesial, sinodal, de la Pascua, como un acontecimiento comunitario, el texto del encuentro del resucitado con los apóstoles, sin y con Tomás, resalta el papel de la pertenencia al discipulado para sentir la vida nueva de Cristo. La fe cristiana no es individualista, sino todo lo contario. Se transmite por el testimonio de los seguidores de Cristo. Se vive compartiendo y participando con los otros hermanos. Las mejores huellas del resucitado siguen siendo las innumerables muestras de amor, solidaridad y esperanza que arrojan los compromisos de tantos cristianos. Esa es nuestra mejor túnica santa, nuestro más brillante relicario de la cruz, de la resurrección y de la plena pertenencia de Jesús al Reino de Dios: la comunidad cristiana, la Iglesia, allí donde nos juntamos en nombre de Cristo resucitado y lo anunciamos con palabras de esperanza y obras de amor fraterno.
Este domingo, la parroquia despide, con una sentida e inmensa acción de gracias, al grupo de Apostólicas del Corazón de Jesús que han vivido entre nosotros durante años: Berta, Manuela, Paquita y Romi. Agradecemos su testimonio evangélico de entrega, pobreza y solidaridad, al tiempo que pedimos con ellas por su Congregación tan querida en nuestra parroquia.