DOMINGO 24 DE JULIO: XVII DE TIEMPO ORDINARIO

 
Solo quien ha visto el rostro iluminado del orante, las manos que expresan la actitud interna y dan forma a la intención con la que se ora, puede comprender que la oración es el alma de la fe, el motor de la acción, el cimiento de la vida, la herramienta del Espíritu, la palabra del silencio y la más intensa luz para recorrer cada uno su historia personal y todos la historia compartida de la humanidad. Merece la pena cuidar nuestra espiritualidad y ser perseverantes en nuestra oración.

EL LUNES 25 DE JULIO, FESTIVIDAD DE SANTIAGO APÓSTOL, HABRÁ MISA A LAS 19:30

LECTURAS

  • Génesis (18,20-32)
  • Sal 137,1-2a.2bc-3.6-7ab.7c-8
  • Colosenses (2,12-14)
  • Lucas (11,1-13)

A todas horas y con el ánimo dispuesto a la novedad de la comunicación con Dios, así debe ser nuestra oración. Una actitud permanente, una intención generosa y confiada. Conscientes, atentos y esperanzados. La oración no es una evasión hacia fuera del mundo, sino un viaje hacia su centro más vivo y esencial. La oración no es mera repetición de fórmulas, aunque puedan servirnos para entrar en ese ritmo diferente al de la actividad apresurada y la respiración cargada de ansiedad. La oración es sintonía con el corazón de Dios que late en nuestro interior, por eso siempre supone compasión, pues Dios nos aproxima a nuestros hermanos que sufren. Con la oración tomamos posesión de nuestro interior sin encerrarnos en una visión solipsista, sino abiertos a la inmensa panorámica de la creación y de la vida que Dios comparte con nosotros. No desfallezcamos, solos o acompañados, en comunidad o en la intimidad de nuestra oración más personal, conectemos con Dios y, por Él y con Él, sintámonos en profunda armonía con toda la humanidad, en fraternal corresponsabilidad. 

Empecemos por orar en nuestras Eucaristías. Vayamos a misa simpre con nuestras intenciones orantes que, allí, con los hermanos, se convertirán en súplica de perdón, expresión de nuestras necesidades, pero, sobre todo, radiante alabanza a Dios por el don de su Hijo Jesucristo, quien, entre otras cosas, nos enseña a orar como Él oró. En la celebración, oramos personal y comunitariamente, con la Palabra de Dios y con e silencio, con los gestos y la mirada atenta, pero, sobre todo, en la comunión con Cristo y su vida orante, servicial y entregada. Más allá de rutinas y circunstancias irrelevantes, nos llevaremos de la misa lo que hayamos llevado a ella para que Dios y la comunidad lo hagan florecer en nuestra vida diaria.


COMENTARIO EVANGÉLICO DE J. A. PAGOLA


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