No es malo, no, tener opciones distintas para seguir nuestro camino; diferentes direcciones que nos obligan a elegir hacia donde avanzar, e incluso a dar la vuelta y desandar nuestros pasos. Pero lo importante es saber a donde nos dirigimos, tener una plan de ruta y la decisión de seguirla. Pero que retroceder para recuperar la buena dirección sería dar vueltas sin cesar en torno a nosotros mismos y no llegar a ninguna parte, ni siquiera en nuestra propia interioridad.
LECTURAS
- Ezequiel (18,25-28)
- Sal 24,4bc-5.6-7.8-9
- Filipenses (2,1-11)
- Mateo (21,28-32)
Renuncios los tenemos y tendremos todos. Si la conversión y decisión de seguir a Dios y volcar en Él nuestra voluntad fuera irreversible, no haría falta el perdón ni el sacramento de la reconciliación. Pero, frágiles, volubles e inconstantes, los hijos de Adán vamos y nos volvemos, decimos y nos desdecimos. Y más allá de una moral de casuística, que cosifica el bien y el mal en acciones delimitadas geométricamente (pecado venial, mortal, estoy en gracia, ahora no estoy en gracia…) son más importantes las actitudes que están en juego y el proceso, lento y con etapas, que supone la auténtica conversión. De hecho, la conversión, como el pecado y la gracia, es continua e interminable, nos tendrá ocupados hasta el último día, que será el primero de lo definitivo. Hasta entonces, todo es seguir intentándolo.
Dicho lo cual, lejos de eximirnos de responsabilidad y rebajar el nivel de exigencia, coloca toda nuestra vida en un permanente disparadero, en una elección constante. Por excelsos que sean los designios y los caminos del Señor, todos pasan por una apuesta decidida por la justicia. El Cristianismo, y en esto también es fiel a sus raíces judías, no es solo la búsqueda de una vía de sentido y felicidad, sino el compromiso con la voluntad amorosa de Dios por que resplandezcan la igualdad, la solidaridad y el amor. Estar por ellos es parte de nuestra fe, trabajar porque sean realidad, es parte intrínseca e indispensable del credo, los sacramentos y el ser mismo de la Iglesia.
Esta prioridad de la solidaridad y la lucha por la justicia tiene una concreción urgente en la defensa de la vida de los migrantes y refugiados. No podemos dejar de ir a ese envío que nos hace el padre, confiando en nosotros su preocupación amorosa por los más débiles. Los cristianos no podemos decir, hablar y luego no actuar. A través de la Delegación de Migraciones, de Cáritas, de Justicia y Paz, del Cotolengo y de otras instituciones eclesiales el amor de la comunidad cristiana se convierte en comedor, lavandería, entrega de alimentos, acompañamientos múltiples... los apoyaremos efectivamente y afectivamente. Pero cada uno deberá también preguntarse qué puede hacer, empezando por no secundar pensamientos y opiniones raciastas, xenófobas, clasista e inmisericordes que hielan el corazón y desobedecen el encargo de nuestro Padre Dios.
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