LECTURAS
- Sabiduría (18,6-9)
- Sal 32,1.12.18-19.20.22
- Hebreos (11,1-2.8-19)
- Lucas (12,32-48)
Con más o menos peso en la sociedad (que será menos), con estadísticas decrecientes en cuanto a la práctica sacramental, con seminarios vacíos y presbiterios envejecidos, hablar de cambios profundos en la realidad de la Iglesia no es aventurero, sino puro realismo. Pero Jesús así nos había soñado y así nos había organizado, como pequeñas comunidades de vida, amor y servicio. Este fue nuestro origen y a él nos devolverá la historia tras un largo paréntesis de "cristiandad" en el que la religión y la cultura se identificaban como una sola cosa. Ante este panorama, podemos atrincherarnos en una postura negacionista, como si nada pasara o todo lo que pasara fuese culpa del intento conciliar (del Vaticano II, porque algunos siguen en Trento), de una renovación más acorde a los tiempos modernos. Podemos lamentarnos e instalarnos en una permanente nostalgia. Pero, con el Evangelio de este Domingo en el pecho, también podemos reforzar nuestros lazos comunitarios, ampliar la responsabilidad de todos en la dirección de la Iglesia y renovar nuestra confianza en el carácter carismático y evangélico de nuestro ser y nuestro sino. Mejor apostar por lo que nos une al deseo y el estilo de nuestro Señor y Maestro, que perpatuar lo que ya está muerto o a punto de morir. Mientras se consuman estos cambios y hasta que no podamos seguir haciéndolo, atenderemos lo mejor posible los compromisos contraidos, pero sin dejar de prepararnos para que la Iglesia de mañana pueda vivir con sus propias dimensiones y recursos una tarea diferente, menos ampulosa y más auténtica.
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