Como los ríos van a la mar, la confesión de los pecados, la conversión, debe desembocar en un cambio integral de vida. Como esto nos parece harto difícil, nos vendrá muy bien escuchar y seguir el ejemplo de los testigos que lo han conseguido. Como parte del Adviento, busquemos esas pruebas vivientes de que es posible acometer las reformas personales que nos pongan a tono con la vocación cristiana, con el modelo de humanidad que es nuestro Señor Jesucristo.
LECTURAS
- Isaías (40,1-5.9-11)
- Sal 84,9ab-10.11-12.13-14
- II Pedro (3,8-14)
- Marcos (1,1-8)
En esos ríos de gente que se acercan al
río de agua del Jordán en busca del Bautista y su predicación y bautismo de
conversión, hay búsqueda, necesidad de una luz que oriente sus vidas y las
transforme. La confesión de los pecados, más allá de un acto puntual, requiere
un proceso de conversión del que forma parte el reconocimiento de lo que nos ha
alejado de Dios, pero que debe ir más allá de la culpa y el remordimiento,
hasta desembocar en una decisión trascendental: afrontar los cambios acordes
con la nueva dirección que se quiere emprender. Nuestra confesión y propósito
de enmienda debieran incluir también, para desencadenar esa reforma integral de
nuestras personas, una no menos decidida disciplina espiritual: cómo y cuándo
orar, hacia dónde dirigir nuestra meditación, con quienes acompañarla. Ese es
el Bautismo con Espíritu Santo, el que pone al servicio del crecimiento
espiritual los medios y las determinaciones que nos permitan renacer. La espiritualidad
cristiana es así inseparable del resto de proyectos y compromisos que dan
madurez a nuestra vocación de seguidores de Cristo. El compromiso más efectivo
siempre será el que hunde sus raíces en lo más profundo y nutritivo de la
dimensión de interioridad, contemplación y autoconocimiento que constituye
nuestro ser más auténtico y fecundo, aquello que, según dijera Calderón de la
Barca, “sólo es de Dios”.
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