LECTURAS
- Ezequiel (33,7-9)
- Sal 94,1-2.6-7.8-9
- Romanos (13,8-10)
- Mateo (18,15-20)
Moisés, como transmisor de la voluntad de Dios y gobernante con la tarea de organizar la convivencia de un pueblo, había establecido un protocolo para resolver los pleitos entre los hijos de Israel. Era una obra de ingeniería social en la que se debían combinar, en dosis precisas, la justicia y la compasión para responder a los agravios sin perjudicar la paz. Aquí, Mateo está también legislando, ahora para el nuevo pueblo de Dios, que es el grupo de los que siguen a Jesús. Las comunidades cristianas, como todo grupo humano, tiene disensiones y sufre enemistades. La regla que rige, más allá de las decisiones que se tomen, es la fraternidad que exige el reconocimiento mutuo y excluye la excomunión de antemano: si no piensas como yo no tienes identidad cristiana. Casi más importante que la norma concreta, que el procedimiento a seguir, es el arranque de la situación: “si tu hermano… díselo a la comunidad”. Como sociedad que también es la Iglesia, entre los cristianos pueden darse y, de hecho, se dan, roces, envidias, habladurías dañinas y muchos otros desgarros de la mutua aceptación y el amor mutuo. Pero, en cualquier caso, la referencia obligada, si no se pierde totalmente el rumbo de lo que somos, es que somos hermanos y formamos comunidad.
Cuando, ante algunas diferencias de opinión, en las redes sociales, algunos cristianos se insultan y tratan sin caridad, por muy piadosas que sean sus motivaciones, se ha perdido el requisito previo de la fraternidad como marco de la auténtica relación cristiana, a partir de ahí todo lo que siga, viene del maligno (Mt 5,36).
Es el endurecimiento del corazón el que nos impide sentir (que en nuestros pueblos significaba antes también oír) a Dios, y de paso, nos cierra las entrañas para que no sintamos compasión, ni empatía, ni afecto por el otro. Ese endurecimiento aísla, pero al mismo tiempo que nos encierra en nosotros mismos, vacía de cielo, de horizonte, de espacio nuestras vidas, deja nuestro camino sin metas. Pero hay remedio: amar, confiar, perdonar... empezando por uno mismo, pero llegando a unirnos para hacer cosas juntos. Así pues, la regla comunitaria, no solo procura la buena convivencia, sino que sana los corazones heridos y recompone la sintonía con Dios.
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