LECTURAS
- Hechos de los Apóstoles 9, 26-31
- Sal. 21, 26b-27. 28 y 30. 31-32 R. El Señor es mi alabanza en la gran asamblea.
- I Juan 3, 18-24
- Juan 15, 1-8
La evangelización y el cuidado de las personas son una misma cosa. El anuncio de nuestra fe sólo puede hacerse con relaciones curativas, con el acompañamiento y la escucha de las necesidades de los más vulnerables. Hoy, el ministerio de los que se ocupan de servir a las comunidades, ministerios ordenados y laicales, deberán poner en el centro de nuestra acción pastoral a las personas y sus más acuciantes situaciones, de manera que sea en toda ocasión un servicio al crecimiento y el desarrollo integral de las personas y las comunidades. Porque no de otra forma será una acción de fe y para la fe, pues lo que creemos de Jesucristo es que el Padre quiere para nosotros la vida plena, y ésta tiene que empezar por lo primero y más urgente, para poder llegar a lo más elevado y espiritual. No podemos separar la caridad de la fe, como no se puede separar el alma del cuerpo en nuestro plano de vida mortal. Como parte de esta acción pastoral integral, las comunidades cristianas debemos intentar especialmente acoger a los que se han visto excluidos o ignorados por una visión purista y exclusivista de la pertenencia a la Iglesia.
Cuando, allá por el s. III antes de Cristo, surgió en Israel la fe en la resurrección, frente a siglos de judaísmo en los que apenas se creían en una vaga supervivencia de los difuntos como sombras en el Sheol, el motor de esta nueva fe era la convicción de que Dios no podía abandonar a los fieles perseverantes hasta el final, víctimas de las persecuciones y la violencia intransigente de los gobernantes seleucidas. No se trataba sólo de la pregunta por el destino de mi vida tras la muerte, sino sobre el sentido de la vida que, amenazado por la injusticia y el mal, parecían abocarnos a una visión derrotista de la existencia. No era tanto una cuestión individual sino una comprensión comunitaria, fraterna y universal de las razones a favor del bien, la justicia y la solidaridad. Y cuando, a partir de la mañana de aquél primer día de la semana del año 30, los discípulos creyeron que Cristo había resucitado y lo contaron con los relatos de la tumba vacía y las apariciones del resucitado, tampoco se trataba exclusivamente del tránsito de la muerte a la vida, sino del triunfo definitivo del amor, el servicio y la entrega. Con la resurrección de Cristo los primeros cristianos reconocían la verdad del Evangelio como verdad de la vida que vence a la muerte, como la fraternidad vence el egoísmo. Tal vez por eso, las apariciones son siempre una llamada a ser comunidad y reunirse en comunidad. Nuestra muerte cuenta, claro que sí, nos preocupa y suscita dudas, pero la resurrección del crucificado tiene que ver con algo más amplio que el destino de cada persona, con los lazos fraternos que nos unen y en los que ese destino personal halla su verdadero sentido antes y después de la muerte.
Tomás, escéptico él, pidió ver y tocar, y vió y tocó con sus manos las llagas gloriosas del crucificado. Pero el evangelista Juan, que a lo largo de todo el cuarto evangelio va desarrollando una compleja y profunda teoría del conocimiento creyente, nos invita a creer sin ver. Y, no obstante, una cosa es que no tengamos, ni debamos necesitarlas, pruebas concluyentes de lo que creemos por fe, y otra cosa muy diferente es que carezcamos de razones para creer, pues sí que las hay. La principal de todas ellas, la vida misma de Jesucristo, la luz existencial que desprende su testimonio de entrega amorosa, su compromiso sin pararse a calcular costes ni consecuencias para su propia supervivencia y comodidad. Y, a la luz de esa estela pacual de Cristo resucitado, también encontramos razones para creer en la consistencia de vida que supone apoyarnos en Dios y practicar la ética que nos propone en el Evangelio, la ética del amor fraterno. Una cosa es que creamos sin ver y otra muy distinta que no dejemos de ver por todas partes motivos y sugerencias que nos invintan a decantarnos por la fe.
Toda la fuerza y la esperanza de Jesús venían de Dios, residían en el Padre. Sólo abandonándose en Él podrá mantenerse firme hasta el final. Y, con Jesús, también nosotros, sobre todo los que más débiles o apesadumbrados se encuentran, podremos creer hasta el último instante de nuestras vidas que todo ha merecido la pena y que nada se pierde definitivamente. Y hasta que llegue esa hora, en cada decisión y actuación, la confianza en Dios, imitadora de la Cristo en el Padre, deberá guiarnos para que seamos generosos con el que sufre, solidarios con el abatido.
Con la majestuosidad de la pasión según san Juan, la Iglesia celebra el Viernes Santo, sobrecogida por la total entrega del Hijo y la serena esperanza en el Padre que acoge, cuando "todo está cumplido", su fidelidad hasta la última hora. Hay quietud y reverencia, solemnidad y conformidad, pero sin negar un ápice el dolor y la realidad de la muerte sufriente que Cristo padece, aunque Él lo haga bajo la apariencia, ya teñida de adoración y culto, de profunda identificación con el proyecto divino de salvación, el que le llevará a la hora suprema de la glorificación junto al Padre y con el Espiritu Santo. Pero hoy, como María y el discípulo amado, con la delicadeza de Nicodemo y José de Arimatea, también nosotros acogemos esta entrega y la acurrucamos en lo más profundo de nuestras almas elevadas por Él hasta la comunión con Dios: "que donde yo estoy, también estén ellos".
Señor Jesús, contigo queremos entregar en las manos del Padre todo lo que somos y aspiramos , y con tu vida ofrecida en el altar de la cruz, quisiéramos depositar nuestra más fime determinación de perseverar contigo en el testimono del amor de Dios, para contigo poder gozar de la comunión con el Padre y el Espíritu Santo.
Señor Jesús, ayúdanos con tu ejemplo y tu sabiduría para comprender cómo y dónde, con qué actitudes y en qué compromisos podremos cumplir lo que estamos llamados a ser.
La Última Cena de Juan, ajena a una cena pascual, se carga, sin embargo, del simbolismo caritativo del servicio expresado en el lavatorio de pies. El Jesús glorioso del cuarto evangelio, que ni en la muerte siquiera pierde la compostura, que el evangelista preserva de todo asomo de fragilidad humana o de deuda con la tradición judía, se pone, sin embargo a los pies de los discípulos para expresar de manera gráfica y contundente, que su grandeza estriba en la humildad y su divinidad se realiza en la compasión y la solidaridad. Contemplamos esta imagen emocionante de total disponibilidad y nos hacemos legatarios de su mandato: "Vosotros haced lo mismo"
Maestro bueno, siervo generoso en la entrega, palabra divina que se hace carne y carne que se entrega como pan de vida, queremos estar a la altura de tu mandato y enseñanza, y puesto que Tú eres el primero que se pone en el lugar del que sirve y ayuda, no desantenderemos tu encomienda y empezaremos por amar y cuidar de los que más nos necesitan.
Como en una montaña rusa, los humanos queremos subir y a veces descendemos, queremos sobresalir y desconocemos el valor y la brillantez de quien vale lo que vale y no necesita más premios ni reconocimientos que su propia conciencia y libertad. La entrada triunfal, el aparente éxito de masas del Domingo de Ramos, inicia un descenso a las profundidades del dolor y la humillación, pero también de los cimientos de la mayor dignidad humana, la que se crece cuando se ofrece. Este abismarse de Dios, por su Hijo Jesucristo, en las entrañas de nuestra humanidad, es la mejor oportunidad que tenemos de elevar nuestra condición humana a su más alta cota: la del que sirve, la del amor compasivo y solidario. De Ramos a la Pasión, de los vítores y a los vituperios, comenzamos la Semana Santa con una invitación a revisar cuáles son nuestras verdaderas expectativas de asecencos y hasta qué punto quisiéramos rebajar humos y petulancias para ser con Jesús, humildes por auténticos, grandes por serviciales.
Señor, nada contestas, qué poco hablas en la pasión según san Marcos, apenas un "tú lo dices" y el grito desgarrador del que no puede más y echa de menos a Dios: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?".
¿Y para qué más palabras si todo lo dices con tu vida entregada?, todo lo explicas con tus fuerzas exhaustas. Eres el misterio de la vida que asciende cuando se rebaja, del servicio que nos engrandece cuando, con humildad, nos pone a los pies de los que nos necesitan.
Déjanos decir a nosotros una palabra a la altura de tu ejemplo, déjanos orar con más comodidad, pues no nos hallamos como Tú en la cruz, pero no con menos sinceridad: "Salud de mi rostro, Dios mío, volveré a ver tu rostro".
El evangelio de Juan no tiene la escena dolorosa de la oración del huerto de Getsemaní (Mc 14; 32-42; Mt 26; 36-46; Lc 22; 39-46). Sí que va Jesús con sus discípulos al huerto de los Olivos, pero no se cuenta que sienta conmoción hasta sudar sangre, no hace falta que un ángel lo consuele, tampoco pasa por la decepción de ver a los discípulos dormidos mientras Él pena, porque sucede inmediatamente el prendimiento. La perspectiva sumamente elevada sobre Jesucristo que adopta el cuarto evangelio no consiente esos niveles de realismo y humilde postración. El Jesús de Juan siempre aparece por encima de cualquier atisbo de debilidad.
Pero en este pasaje (Jn 12: "seis días antes de la Pascua"; Jn 13 es ya la última cena), Juan une las dudas y temores que los sinópticos describen de manera doliente en la oración de Getsemaní ("Ahora mi alma está agitada, pero que voy a decir: Padre líbrame de esta hora?") con la transfiguración representada por la voz que viene del cielo: "Lo he glorificado y volveré a glorificarlo" . Y de este modo, al unir el punto más humano y frágil con la representación de la elección y condición divinas de Jesús, el evangelio de Juan nos invita a integrar en ese movimiento ascendente nuestras propias dudas y calvarios asumidos por Cristo para transformarlos en el cumplimiento definitivo que sólo Dios nos puede dar: "Cuando yo sea elevado atraeré a todos hacia mí".
Por la fidelidad y generosidad que alimentan y motivan la entrega de Jesús, nos convierte en el nuevo Pueblo de Dios, el que ya no depende del "príncipe de este mundo", el que ya no adora como si fuera dios el dinero, el ego o la comodidad individualista. Caen los ídolos y resplandece el Dios que en Cristo nos asocia a su vida plena, a la dicha de su amor sin límites.
Nosotros nos juzgamos, nosotros nos condenamos, Dios sólo salva, sólo para salvar Dios nos envió a su Hijo. El juicio es nuestra propia decisión sobre la dirección que le queremos dar a nuestra vidas. Jesús no juzga, le basta con ofrecernos el luminoso contraste de su vida, de su enseñanza, que como luz nos debe ayudar a elegir, a tomar una opción de vida que dirija nuestras actitudes y comportamiento. Siguiendo su estela luminosa, Cristo nos encamina hacia Dios como nuestra máxima expectativa, nos guía por los senderos de la verdad para con nosotros mismos y los demás, sinceros para con Dios (Honest to God) que dijera aquél famoso libro de J. A. T. Robinson. Son nuestras obras, nuestras decisiones y el conjunto de nuestro itinerario vital los que, a la luz del modelo que Dios nos ofrece en Jesucristo, como piedra de toque, sonarán a verdaderas o falsas. Por eso, más que el miedo al juicio y al castigo, nos deberían motivar en nuestra configuración moral y espiritual, la radiante alternativa, la inspiradora propuesta que Cristo nos hace, como señero faro alzado en su cruz por encima de todas las tinieblas, las dudas y temores. ¿Es o no motivo suficiente para la alegría?
"La casa de mi amigo era pequeña, con flores en la puestra", así decía una inspirada canción de Ricardo Cantalapiedra. Pero esta búsqueda de lo sencillo y austero en la fe no debe centrarse únicamente en los edificios y las liturgias, debe ir, sobre todo, al corazón, verdadero templo donde Dios se encuentra como en casa y donde no podemos engañarle con trueques ni trucos. Una limpieza de la respuesta a la alianza con Dios que debiera inspirar nuestra moral y nuestra espiritualidad. Una autenticidad en el trato con Dios y el Evangelio que aspira a ser un ideal de honradez en nuestros asuntos cotidianos, públicos y privados; verdad para con nosotros mismos y los demás; generosidad en la entrega con lo que hacemos cada día. Dicen los que saben, que la purificación del Templo fue un detonante para el desenlace dramático del prendimiento, juicio y ejecución de Jesús. Cuando nosotros limpiemos nuestra fe y la hagamos más sincera, no llegará la sangre al río, pero nos costará, y mucho, ese esfuerzo de separar la apariencia de lo que somos, delindar la fe del miedo y distinguir al Dios único y verdadero de nuestra inmadurez. Para intentarlo y conseguirlo estamos en Cuaresma y contamos con el ejemplo y la recomendación del que, también en su propio desierto, clarificó qué mesianismo iba a encarnar, que modelo de humanidad nos propondría y sobre que relaciones con Dios lo sostendría. Estamos en Cuaresma como Jesús y con Él.